Mi niñez siempre estuvo rodeada de colores, de cuentos, de olores, sabores y fantasía. Siempre estaba verde, por donde pasaba, y arriba, como pintado un cielo azul y un clima siempre fresco, privilegiado por la cadena de montañas verde azuladas que rodeaban el horizonte rural, eternamente perfumado, con los cafetales preñados de flores y frutos.
Un pueblo, lleno de encanto, y de una naturaleza incomparable, parecía que el tiempo se hubiese detenido en aquel lugar.
La gente nunca tenía prisa, y le encantaba conversar, siempre había un visitante en las casas, pidiendo un cafecito para calentarse, aún cuando el sol estuviese alto... Teníamos una gran provisión de leña, que nunca escaseaba, porque era siempre surtida por mi madre y mi abuela, como la única forma de abastecernos, de lo necesario, para cocinar y hacernos de la luz por la noche., cuando hacíamos una gran fogata y nos sentábamos todos alrededor, cubiertos con mantas, para apaciguar el frío, mientras los grandes árboles mecían sus ramas, dándole un aire misterioso al lugar, parecían fantasmas que alargaban sus brazos para alcanzarnos, y no faltaba alguien que empezara sus relatos, para asustar a los más pequeños, quienes nos creíamos todos los cuentos de fantasmas, lloronas y aparecidos, pero nos gustaban tanto que permanecíamos como hipnotizados en aquellas chispeantes fogatas, que servían también para espantar los mosquitos, jugar cartas, hasta que el fuego se consumía por completo.
Cuando al fin nos tocaba ir a dormir, las camas estaban heladas, por el frío que se colaba por las rendijas de puertas y ventanas, y con ese frío, calándonos hasta los huesos, nos quedábamos dormidos, soñando yo, con las historias que mi abuela contaba de mi abuelo, a quien yo consideraba un héroe , invencible, fuerte y valiente, siempre desafiante sobre su caballo, capaz de enfrentarse hasta con el mismo diablo... Para mí era al mismo tiempo un príncipe , un caballero andante, incansable, generoso, imprevisible y audaz...
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