En soledad, es donde puedo imaginar mundos espléndidos para hacerlos posible en mis escritos. Ellos llegan como música que acaricia mis oídos en los momentos de éxtasis, donde mi espíritu se conecta unas veces con el cielo, como cuando por la mañana el sol entra por mi ventana y me regala un luminoso día. O por la noche cuando la luna aparece en su vapor de plata, junto a los puntitos rutilantes que a lo lejos se ven como piedras preciosas, que me muestran, que en la inmensidad del universo todos estamos conectados y sus destellos no son sino la forma de comunicar el idioma universal del amor.
En este otro mundo espléndido, también encuentro y puedo percibir el amor. Sin embargo cuando alguien mutila el derecho a existir de un árbol, de un animalito, o de otro ser indefenso, mi tristeza se une a la del rumor del viento cuando se cuela entre las hojas, al aliento de las flores en un intento sutil de reflexión y de razón.
Y las aves que algunas veces me hacen compañía se alejan llevándose mis deseos de cosas que no existen, a un mundo donde puedan hacerlos posible para traérmelos como muestra de ese amor donde todos estamos conectados.
Cuando me sumerjo en las páginas de un libro, también encuentro ese paralelismo entre la materia y el espíritu, tratando de entender la filosofía
de la vida, que luego se convierte en filosofía de mi imaginación y deja de ser un cuento, donde yo pretendo ser.
Es un misterio que mi alma se sumerja, en extravagantes ensoñaciones que permanecen acurrucadas, esperando la soledad para salir al encuentro de los mundos posibles que imagino, donde yo siento mucho, donde yo entiendo todo, donde sueño despierta y donde me asomo a lo que unas veces está a mi alcance y otras veces se escapa de mí.
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