Sólo conocía las montañitas que rodeaban aquel pintoresco pueblo donde el cielo siempre estaba pintado con matices de colores y donde yo había estado desde que nací.
Era maravilloso ver como al oscurecer el cielo se llenaba de estrellas, y la luna plateada aparecía radiante y bella. Ese espectáculo era lo más familiar para mí.
Pero aún cuando todo me parecía un paraíso, soñaba con el mar.
Cuando lo vi por primera vez, me sentí hipnotizada con sus movimientos ondulantes, su fuerza, su majestuosidad.
Sumergí mi cuerpo por primera vez en aquellas blancas espumas y me volví adicta a su cálida placidez a esa sensación salvaje y dulce que me bañaba de espuma, mar y sol.
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