Conocía de memoria aquel paisaje campestre, rodeado de montañas.
Aquel pintoresco lugar, donde el cielo siempre estaba lleno de matices, y donde yo había estado desde que nací.
Aquel pintoresco lugar, donde el cielo siempre estaba lleno de matices, y donde yo había estado desde que nací.
Era maravilloso ver como al oscurecer el cielo se llenaba de estrellas, y la luna plateada aparecía radiante y bella. Ese espectáculo era lo más familiar para mí. Pero aún cuando todo me parecía un paraíso, soñaba con el mar.
Cuando estuve allí por primera vez, me sentí hipnotizada con sus movimientos ondulantes, su fuerza, su majestuosidad.
Sumergí mi cuerpo por primera vez, con un poco de temor, pero al sentir como sus suaves olas acariciaban mi cuerpo, me volví adicta a su cálida placidez, a esa sensación dulce y a la vez salvaje que me embriagaba y me bañaba de espuma, mar y sol.
Necesito del mar porque me enseña:
no sé si aprendo música o conciencia:
no se si es ola o ser profundo o sólo
ronca voz o deslumbrante suposición
de peces y navíos.
El hecho es que hasta cuando estoy
dormido de algún modo magnético
circulo en la universidad del oleaje.
No son sólo las conchas trituradas
como si algún planeta tembloroso
participara paulatina muerte, no, del
fragmento reconstruyo el día, de una
racha de sal la estalactita y de una
cucharada el dios inmenso.
Pablo Neruda