Dejar
mi pueblo y llegar a Caracas fue una de las etapas más traumáticas de mi vida.
Ahora, después de muchos años, recordando toda esa etapa de aventura que
emprendí, siento que fui transportada de un universo que contenía todo, en donde no faltaba
absolutamente nada, y arrojada a una realidad que poco a poco tuve que aprender a vivir. Diesiseis años es la etapa de los sueños y exponerse sola en una ciudad desconocida es siempre un riesgo.
Había sido dueña absoluta de un espacio, y a todo un entorno de identidades, relaciones, creencias, temores, y cariños. Y este lugar irá siempre con nosotros.
Había sido dueña absoluta de un espacio, y a todo un entorno de identidades, relaciones, creencias, temores, y cariños. Y este lugar irá siempre con nosotros.
De
niña me gustaba caminar por la calle, sentir el sol que abarcaba e iluminaba todo
mi pequeño universo, la calle, la panadería, la bodega, el camino a la escuela, la iglesia con su párroco, amigo y consejero. Sentía mucho placer en hacer este recorrido a diario, ir por el camino,
reconociendo los rostros de las personas, las sombras de los árboles, las tiendas de los turcos, a la izquierda, la casa de la verja blanca,
la plaza, los almendros, las personas a caballo. Mi corazón siempre se aceleraba con el sonido de campanas que era el anuncio del llamado a misa, sólo tenía que cruzar la calle para encontrarme con la imponente iglesia, en la misma calle llegaba a la escuela.
Durante
mi primer año en Caracas, hacía un recorrido imaginario de largas horas a todos estos lugares y fueron
auténticos viajes hacia un amor vivido. El amor que sienten todos los seres humanos hacia la tierra que los vio nacer. Yo decidía en dónde comenzar el recorrido,
a dónde ir, qué lugar visitar, cuánto tiempo me quedaba contemplando todo. Era
como recitar un rosario de vividos recuerdos: mi abuela, la figura de mi madre,
la vegetación, la calle donde voy caminando, la casa ahora triste sin mi
presencia, el cuarto vacío sin mis sueños, la cocina apagada sin lumbre y el patio donde estaba mi
árbol favorito, donde siempre me refugiaba cuando sentía que algo alteraba mi
tranquilidad. Sufría, sufría enormemente la dolorosa pérdida de aquel espacio. Y ahora describiendo
estos recuerdos, no puedo parar de que toda esta información emocional llegue a volcarse sobre mi con todo su rigor.
Todas estas
emociones dibujan una ciudad que no existe para mí, es ese otro lado de mi
realidad, pero que siento totalmente viva. Siento que alimento
mi amor espacial, porque siempre soñaré, con los detalles que eran importantes para mí. Los cambios del río, las montañas verde azulado que rodeaban el pueblo, la vecina que se esmeraba en cuidar sus flores, el amor que aún reservo para las señora que
me llamaba lunita y me regalaba cerezas. Viajaré siempre a este mágico jardín. Sé
que nunca será el mismo, pero sé que la única forma que tengo de sentirlo es
soñando con él.
El
amor a ese espacio, es una de las emociones más fuertes y menos complicadas que
me constituyen como persona. Soy efecto y causa de ese amor, y este ha quedado en mi como parte de lo que soy, y es posible dibujar en mis recuerdos aquellos lugares, donde el espacio se aleja y mis emociones sólo
alcanzan a hacerme consciente de lo que ya no existe.
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